«La capacidad para reír, en el momento más terrible»: Conversando con Peter Brook

Peter Brook no es cualquier director. Poniendo en escena exitosamente sus originales versiones de obras shakesperianas o probando desde el Teatro de la Crueldad hasta piezas inspiradas en el mundo africano, sin contar descomunales propuestas como El Mahabharata, el director inglés ha sabido ganarse el reconocimiento como uno de los más influyentes y geniales hombres del teatro contemporáneo.

Es así que, como parte del contenido especial por el Día Mundial del Teatro, presentamos estas dos entrevistas disponibles en la web y realizadas al afamado director que, además, ha sabido incursionar en el cine y la ópera.

(1) «Llegar a lo universal a través de lo más sencillo»

“¿El futuro del teatro? Acabar con el “teatro” y descubrir la palabra y el cuerpo humano”, me decía Peter Brook, días pasados. El maestro presenta en el Festival de Otoño madrileño su versión de “Sizwe Banzi ha muerto”, una obra de Athol Fugard, John Kani y Winston Nishona, una fábula moral en torno al apartheid social y racista, la inmigración ilegal, el mestizaje de las culturas.

Señor Brook, ¿cuál es el puesto del mestizaje cultural en su propia obra?

─Muy importante. El teatro comienza por ser un espejo del mundo. Y el mundo es una interminable cadena de mestizajes. En mi caso, he trabajado y aspiro a continuar trabajando con hombres y mujeres de muy distintas procedencias y culturas. Ese diálogo me enriquece y me gustaría pensar que enriquece al público, para conocerse mejor y para conocer al otro, a los otros.

El espejo del trabajo teatral, ¿desemboca en la acción política?

─El teatro político de hace cincuenta años está hoy muy pasado de moda. Aquellos debates de otra época, entre teatro de elites y teatro popular, creo que ya no tienen sentido. A mi modo de ver, el espejo del trabajo y la obra teatral quizá tiene como primera tarea la de despertar las conciencias, agudizar la visión individual y colectiva de la realidad. Mirando la realidad con los ojos abiertos, con serenidad, con limpieza moral, es imposible no terminar por interrogarse. La vieja tentación de intentar “explicar”, intentar influir en el espectador, a mi modo de ver, se ha terminado.

¿Y qué aporta el mestizaje a esa manera de entender el teatro?

─Otros mundos, otras voces, otros puntos de vista, otras maneras de ser, otras lenguas. Cada lengua, cada cultura, cada hombre, está en pie y se comporta a su manera. A mi modo de ver, el instrumento más misterioso para hacer teatro es el ser humano.

¿Hay que quemar la vieja tramoya de la magna tradición teatral europea?

-Yo no soy partidario de quemar nada, sino de enriquecerme con todo. Dicho esto, en mi caso, es cierto que tiendo a despojar mi trabajo de todo lo que no sea esencial. Y, en ocasiones, es difícil hacérselo entender a la crítica. En ocasiones, viene a visitarnos algún señor muy serio que se pregunta dónde están todas aquellas cosas, instrumentos, tramoya, de esa tradición teatral a la que usted se refiere. Y, bueno, sonrío, y tengo que explicarle que, en verdad, en mi caso, intento llegar a lo universal a través de lo más sencillo, lo más humilde, lo cotidiano, el cuerpo humano y sus relaciones con lo inmediato, con las cosas de la vida, que pueden ser triviales, dramáticas, sublimes.

Desde esa óptica, ¿cuál es el autor más grande del siglo XX; o, al menos, el que a usted más le interesa?

-Samuel Beckett.

¿Porqué..?

-Hay en Beckett esa búsqueda casi metafísica, muy material, al mismo tiempo, de algo universal, a través de los gestos de la vida más íntima. En Beckett, las cosas más pequeñas pueden transformarse en algo muy grande y universal. Un simple personaje de Beckett, en escena, a través de su mímica, a través de su rostro, puede ir muy lejos en la exploración del alma humana. Hubo un tiempo en que se pensaba que Beckett era muy pesimista, un nihilista. Pienso que era mal comprendido. Beckett puede ser muy trascendente. Con un sentido inmenso del humor, muy tierno, a la manera de Búster Keaton, efectivamente. Hace años, Beckett era un autor para minorías intelectuales. Hoy comienza a ser representado en todo el mundo y está descubriendo nuevos públicos. Los nuevos lectores y espectadores de Beckett son mucho más jóvenes.

¿Hay algo en común entre Beckett y una obra como “Sizwe Banzi ha muerto”, que, en primera lectura, es algo más naturalista, más “directo”, una tragedia de segregación y racismo?

-La capacidad para reír, en el momento más terrible. Y esa capacidad también habla de una capacidad inmensa para resistir y liberarse, a través de la palabra, de entrada.

En ocasiones, la palabra también puede ser un instrumento de segregación e insondables diferencias.

-Quizá. Pero fíjese: España es más rica gracias a sus diferencias.

También se da el caso de gentes que aspiran a tener el monopolio de la palabra. Incluso todavía se persigue a quienes usan o abusan de esta palabra, en nombre de una religión revelada, recuerde el caso de la Ópera de Berlín, amenazada por los islamistas.

-Todas las grandes religiones han tenido en un momento u otro la tentación de perseguir a los no creyentes o los iconoclastas. Sin embargo, más allá de la historia de las iglesias, cuando se entra en una gran catedral o en una gran mezquita se siente siempre la misma impresión de inmensidad, de la que habla el origen último de todas las religiones, del cristianismo al budismo.

En su último montaje de Beckett, uno de sus personajes se arrodilla con frecuencia, y mira al cielo, implorando.

-Beckett tenía un santo horror por la falsa religión, la falsa piedad. Y no creo que él fuese muy creyente. Sin embargo, en su fondo último quizá hubiese una duda: “yo no creo, pero, quien sabe..”. Hay, en Becket, duda, burla, incertidumbre y misterio. Otro tanto pudiera decirse de Shakespeare. El “Rey Lear” es una pieza de un trascendentalismo absoluto. No hay religión aparente. Pero en su tragedia quedan en suspenso inmensas preguntas. Otro tanto pudiera decirse con Dostoievski y sus Hermanos Karamazov.

Entrevista tomada del blog de Juan Pedro Quiñonero.

(2)»El teatro exige un espectador voluntario, con un mínimo de voluntad propia»

Pregunta. Sizwe Banzi est mort es una obra nacida de la urgencia, de la voluntad de lucha. ¿Cómo se mantiene viva?

Respuesta. La primera obra universal es Edipo. Y nació de un lugar preciso del mundo, en Grecia, de un problema muy concreto. Hoy todos tenemos nuestro complejo de Edipo. Sizwe Banzi est mort tiene su origen en una ley del Gobierno surafricano, que no permitía a los habitantes de las townships salir de ellas sin un pasaporte que no les concedían o sólo en cuentagotas. La gente necesitaba moverse para buscar trabajo, para mantener su familia, para poder tener una casa, pero la ley se lo prohibía. Trágico y ridículo. No puede decirse que hoy ese problema haya desaparecido sino que, bajo formas sólo un poco distintas, lo vive medio mundo: si no tienes papeles, si no te los han sellado, no existes, no tienes de qué vivir. Y para muchas personas el dilema se plantea en esos términos: tiene que elegir entre su identidad y la supervivencia.

P. Antes de presentar el montaje en Madrid éste ha sido rodado en lugares muy distintos.
R. En efecto. Lo estrenamos en Lausanne, luego fuimos a Estambul, más tarde a Beirut, para luego hacer una pequeña gira por Jerusalén, Hebrón y Ramala. Las reacciones del público fueron muy distintas en cada lugar. Para los banqueros suizos la obra tiene un gran valor informativo, les llega porque les hace vivir algo de lo que están enterados pero que no comprendían en todas sus dimensiones. De pronto se encuentran confrontados con otro mundo. Para los israelís el texto es terrible porque les descubre que ellos están haciendo con los palestinos algo muy parecido a lo que los surafricanos blancos hacían con los negros. Para los palestinos el montaje es otra cosa, equivale a mostrarles que en otros lugares también se interesan por lo que les sucede.

P. La pieza puede adjetivarse como «teatro político», pero es muy distinto del «teatro político» occidental. La risa está muy presente.
R. En Europa el teatro político nunca ha ido acompañado de sentido del humor, de risas. En África las personas tienen capacidad para reírse en medio de la desgracia. Y esa risa es un gesto de libertad. Si Mandela y los surafricanos no han reclamado venganza, es gracias a la risa que les hacía ser libres incluso cuando eran prisioneros.

P. ¿Qué le ha aportado África a su trabajo?
R. Ha significado una gran apertura de espíritu. Los humanos, todos los humanos, somos fragmentos distintos de un gigantesco puzle. En cada pieza, como con el ADN, están contenidos todos los datos, pero son distintos en cada caso. Y no siempre es fácil hacer encajar las piezas pero hay que intentarlo para tener el dibujo global. Los racistas dicen que su pieza es mejor que las otras. España es un país rico si sabe sumar todas sus piezas y no busca la pureza, la españolidad. Sabe, África es un continente subrespetado, subvalorado. La idea es que ahí sólo hay jazz, tambores y baile. Nadie duda de que Japón o China son hijos de una cultura milenaria, de una gran cultura, pero eso no se comprende en el caso de África.

P. Precisamente, usted ha trabajado muy a menudo con actores africanos. ¿Qué encuentra en ellos de distinto?
R. Mire, cuando hicimos una gira, con otro espectáculo, por Hungría, Polonia, Rumania y otros países del antiguo bloque del este, descubrimos al público de estos lugares que existían actores africanos. ¡Ellos, en el este, estaban tan orgullosos de su tradición! No se creían que fueran tan buenos, que los negros dijeran el texto mejor que ellos. En Europa, desde los años sesenta, el buen teatro intenta recuperar el cuerpo y ponerlo al servicio de la sensibilidad, del pensamiento, de la voz. Ese redescubrir el cuerpo fue una novedad que bautizamos como «expresión corporal». Los africanos la poseen naturalmente, no necesitan las horas de preparación de los occidentales para que su cuerpo sea capaz de transmitir y revivir una experiencia. En su tradición no se ha producido el corte entre el mundo racional y el mundo sensible, de los espíritus, de la naturaleza.

P. Para que exista el teatro a usted le basta con un hombre que cuenta una historia.
R. Si tuviese 19 años puede que estuviese fascinado con la tecnología, que quisiera investigar todos los efectos de luces o jugar con los decorados, pero tengo 81, y el misterio que me interesa es el hombre. Por eso concibo así los espectáculos: un espacio vacío y unos actores. La prensa, a veces, da pie a la confusión y hay espectadores que vienen a ver uno de mis montajes convencidos de encontrarse ante un despliegue de fuegos de artificio. Es mejor que sepan que se trata justo de lo contrario. Mire, la mejor obra de teatro es El rey Lear. Ahí está todo. Al principio tenemos a un dictador sanguinario, una familia cruel, pero al final es un hombre solo. Y el mejor texto es Los hermanos Kamarazov, claro.

P. ¿En qué sentido la experiencia teatral es única?
R. La televisión puede ofrecerle cosas formidables, impresionantes, asistir en directo a momentos de gran alegría o a tragedias horribles, pero su lógica es la del zapping: la televisión es una máquina de olvido. El teatro exige un espectador voluntario, con un mínimo de voluntad propia. Es un espejo de la vida pero un espejo que intensifica. Tras una representación, si el montaje, el texto y los actores van en la buena dirección, hemos aprendido algo, hemos vivido algo nuevo, nuestros ojos están más abiertos. Una experiencia teatral pervive en el tiempo. Y ese ayudar a abrir los ojos es lo que para mí es hoy hacer «teatro político». No tiene que ver con el tema sino con la actitud. Es una pequeña gota de agua que sumar a un mayor conocimiento, a una mayor conciencia.

Créditos de la entrevista:

Octavi Martí -París- 08/10/2006. Publicado en El País, España.

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